“No estoy en la cárcel por asesinato. Estoy en la cárcel porque soy un negro en los Estados Unidos de América.” Es la voz de Rubin “Huracán” Carter, el boxeador al que cantó Bob Dylan. En 1966 terminó su carrera. Tenía veintinueve años. Acababa de protagonizar un combate inolvidable contra Emile Griffith, futuro campeón del mundo. Había conquistado el Madison Square Garden de Nueva York. Era el próximo rey. Nada ni nadie podría evitar su ascenso. Pero una noche oscura de aquel año su vida cambió. Ya no volvería a pisar la lona de un cuadrilátero.

En un bar de Nueva Jersey sucedió la tragedia: tres hombres blancos habían sido asesinados a sangre fría por dos hombres de color negro. El sheriff y sus hombres iniciaron la investigación. En la misma madrugada, Rubin Carter abandonaba un bar cercano, después de haberse emborrachado con su amigo John Artis. Eran dos negros en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Fueron detenidos como principales sospechosos. Los testigos del crimen no les reconocieron. No existían pruebas para enjuiciarles. No es difícil imaginar el veredicto del jurado: culpables por unanimidad. Tampoco es difícil imaginar la composición de aquel jurado: todos eran blancos. La población del distrito necesitaba un culpable para tranquilizar sus sueños. Ya podían dormir sin miedo. Igual que Carter. Él, sin embargo, lo haría entre rejas.

Las manifestaciones se sucedieron a lo largo del país. La canción de Bob Dylan se convirtió en el himno de la reivindicación. Todo resultó inútil. El caso estaba cerrado: la justicia americana era infalible. Aquella historia conmovió a un recién licenciado en Derecho por la Universidad de Toronto. Su nombre era Lesra Martin, era negro y estaba decidido a sacar a Carter de la cárcel. Las investigaciones le animaron. La verdad era evidente: las pruebas habían sido manipuladas, las declaraciones inventadas y los testigos pagados. El reto no era fácil. La corrupción policial moriría por evitarlo. Sin embargo, el Tribunal Federal reconoció la injusticia. La sentencia del juez afirmó que la condena estaba basada en el racismo, y no en la razón. Eso sucedió en 1985. Habían pasado diecinueve años. Carter jamás podría dedicarse al boxeo.
Desde entonces, aumentaron sus ganas de combatir. Su rival sería la injusticia. Hasta 2005 presidió la Asociación para la Defensa de los Condenados injustamente. Hoy tiene setenta y un años. Se dedica a concienciar a la gente a través de conferencias. Su vida le ampara. Nunca ha dejado de luchar. “El odio me llevó a la cárcel, pero el amor me sacó de ella” afirma. Nunca se ha rendido. Siempre será un héroe.

